domingo, 12 de diciembre de 2010
"Caperucita Roja" I
Mañana se cumplirá una semana desde que iniciamos el retorno a la realidad. Y vaya si lo hicimos. Lo hicimos sin remedio como en un cursillo intensivo. Desde entonces, cada vez que enciendo el ordenador, me impongo la misión de plasmar las impresiones de las que me empapé cruzando los océanos junto a ti. Sabes que soy vagoneta cuando no se trata de trabajo y que la pereza suele ganarle el pulso a la voluntad con demasiada frecuencia. He de confesar, como casi siempre, que tenías razón ó mejor dicho, tenías "parcialmente" razón. Me entusiasmaron las contradicciones del país y las de las gentes que lo sufren con una esperanza virgen y envidiable. Nunca podré olvidar cómo un día terminé descalza y sentada sobre una banqueta roja de madera innoble llena de desconchones en un lugar de reparación de zapatos deshauciados que esperaban como los míos algún remiendo redentor. Era medio día y tu permanecías de pie frente a mi con una paciencia impaciente. El sol castigaba testa y espalda a través del jersey granate monacal que llevabas atado sobre los hombros como el niño bueno que eres casi siempre. El sudor hacía que elevases con el dedo corazón la maltrecha montura de las gafas que descendía fastidiona por tu apéndice nasal cada dos por tres. Yo miraba lo que a contraluz podía estudiar de ti, miraba los cadáveres apilados de cuero, polipiel y plástico. Miraba al peletero mientras conversábais animadamente más de lo humano que de lo divino. Todo olía al pan recién hecho que confeccionaban a modo casero en la repostería que estaba cruzando la calle. Me fijé en los parkimetros y pensé que sería fantástico intentar sustraer uno de los dos que poblaban lo que tal vez tiempo atrás fue una acera porque podrían aportar un toque innegablemente vintage y snob a cualquier lugar en el que los depositases - sólo los había visto en películas-. Me fijé en el chico guadiana que fruncía el ceño cuando fue en busca del refresco que se le había antojado al maestro peletero con una experiencia acumulada de diez días -que resultaron ser diez años- y me fijé en su ceño fruncido una vez cumplida la encomienda y dos segundos antes de desaparecer de nuestras vidas para siempre. El sol también sudaba. Un hombre con más apareciencia de "gringo" de lo que se estila en esa zona de la ciudad venía a comprar cola a granel, interrumpía el trabajo del maestro peletero con las tapas de mis zapatos y vuestra conversación e iniciaba otra bien distinta en la que no se peleaban pese a que la cola que caía sobre el continente blanquecino era más densa de lo que el cliente deseaba. Los pesos justos y arreglado. Debieron pasar casi treinta minutos hasta que mis botas revivieron gracias al arte del amanuense, a los clavos, a la cola demasiado densa, a las tapas de excelente factura estadounidense y a tu paciancia impaciente. Caminando siempre firme sobre mis renovadas suelas y orgullosa de tu mano proseguimos la travesía hacia la iglesia que hacía esquina con la peletería. Entramos asfixiados, tú con el jersey granate monacal sobre los hombros y yo con mis trencitas. Nos sentamos con las manos entrelazadas en el tercer banco y quise pensar que con los ojos cerrados pedimos lo mismo
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