La distancia física que nos separa del ser amado se traduce siempre en una angustia asfixiante, socarrona e irreverente. Durante la última quincena no he dejado de oír sus risotadas desapacibles y chirriantes persiguiéndome infatigablemente como si de la propia conciencia se tratase. El bálsamo reparador de cualquier anhelo insacible es, sin lugar a dudas, el recuerdo. Cuando el recuerdo sobreviene, acude a su llamada – tan muda como audible- la imaginación. Y así, sorbo a sorbo, ingerimos pequeñas dósis de un antídoto que termina manifestándose como una nueva adicción que añadir a la cesta de las servidumbres.
A doscientos cincuenta y un kilómetros no tuve más remedio que soñarte en cada esquina, verte en cada café y dibujarte una y otra vez en la lluvia para enardecer el deseo de levantarme empapada de ti a la mañana siguiente. Once días muriendo, dos y medio en reanimación y seis añadiendo dos mil trescientos kilómetros al contador de lo que quedaba de vida.
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