sábado, 14 de noviembre de 2009

Regreso a "La Academia" I

Elsa entró en el taller de pintura. Volvía tras dos años de exilio involuntario. Había sido confinada a una cárcel sin óleos ni pinceles por mala conducta. Una tarde de viernes decidió darle unos "golpes de desgracia" a un lienzo que reproducía una obra aburridísima de Salvador Dalí, "Muchacha en la Ventana" (1925). La autora del refrito era una señora de unos cuarenta y tantos que, al parecer, llevaba más de cuatro meses perpetrando semejante plagio. -El talento no siempre se suple con perseverancia- Elsa con tan sólo una década sintió la llamada de la inspiración más homicida y... decidió asesinar a esa cosa abominable con puñaladas de titanlux marrón. Las risas de los compañeros (ya adultos) alcanzaron los debelios suficientes para llamar la atención de sus profesores que, por cierto, pusieron el grito en el cielo, se llevaron las manos a la cabeza...y un montón de frases hechas más. Elsa los recuerda frente a ella como a Los tres monos místicos. Pero los tres monos mísiticos hablaron. Se vieron forzados a juzgar el pequeño crimen pictórico porque la autora del refrito carente de talento había pedido la cabeza de la nena... y ... ellos se la sirvieron en bandeja de plata.

Pero ahora todo había cambiado. Elsa había tenido tiempo suficiente para reflexionar sobre lo acontecido (por eso no se había arrepentido) y volvía a "La Academia " con el rabo entre las piernas. Sólo quería pintar y sabía que de allí salían los pintores más prometedores de la provincia... si había que comportarse, se comportaría. Sólo tenía que dejar encerradas sus tropelías en la cabezota y, preferiblemente, bajo siete llaves.

"La Academia" se había mudado a un edificio en el casco antiguo de la ciudad y mientras subía las escaleras de caracol hasta el último piso contaba los homenajes que las polillas se habían pegado con esa obra maestra de roble macizo. Qué miedo le daban esos tablones que conducían al cielo... Elsa se preguntaba si el siguiente peldaño sería el último porque emitían alaridos de dolor cada vez que los pisaba. Se quejaban y protestaban amenazando con no volverla a sostener... y ella contenía la repiración mientras no podía evitar pensar en las similitudes que esas escaleras tenían con "El paso de la laguna Estigia" Joachim Patinir pero no era Caronte quien la acompañaba en la aventura, sino su abnegada madre que cargaba con paletas, maletines, tablas y tablones... y tampoco había Hades (aunque nadie podría haberlo jurado frente a las puertas del taller).

Elsa vestida de etiqueta para la ocasión, llevaba un gorrito de lana negro con un osito de peluche dispuesto en la frente como si fuese un parásito. Una chaquetita ceñida estilo british, una camisa modosita de cuadritos, una faldita escocesa muy cortita, unos leotardos que no desentonaban con el resto de la indumentaria, unas botitas altas y planas llenas de cordones que le llegaban hasta la rodilla, y , dos trenzas doradas que tapaban los incipientes senos de los que tanto se avergonzaba.
Saludó a sus viejos amigos y encontró el lugar perfecto para soñar, alejado del resto, junto a una antiquísima plancha de hierro para hacer grabados y con unos ventanales altos, un poco guarretes y de corte semicircular. Rehusó utilizar el caballete que le habían asignado -¿Acaso no recordaban que desde los tres años y medio jamás había utilizado semejante artilugio?-

Elsa se calzó un mandilón a rayas azules que, por estar deshilachado, había quedado inservible para las necesidades del cole -cosas de madres- y con grandes reservas, y más que nada por cortesía, se dispuso a conocer a su nuevo profesor. Las presentaciones fueron torpes, el marcador se abrió con dos besos desencontrados y -¡zas!-, un cabezazo. Elsa notó como la pigmentación facial de "ese ser" pasaba "estilo camaleón" por una amplia variedad cromática, eso sí, dentro de la gama del bermellón. No pudo evitar sonreirse con una crueldad intolerable. Él llevaba una bata blanca impoluta que escondía tanto como podía esconder: una camisa tan ñoña como la de cría, un jersey de cuello redondo azul de prusia y unos vaqueros con cierto toque ochentero. -Lamentable-.

¿Dónde estaba el dios de la bohéme objeto de sus más íntimos anhelos? Elsa descendió con su mirada hasta el lugar en el que la bata blanca impoluta no ejercía su dominio y -¡ oh no, cielos!- unas "Panamá Jack". - ¡Lo que faltaba para el duro!-. Era alto, desgarbado , de unos cuarenta y tantos y sin anillo de casado - a Elsa no le extrañó ni un pelo-. Sus manos eran lo más parecido a lo que la pequeña había visto cientos de veces en los cuadros de Domenico Theotocopoulos. Para más inri, "narigudo, con pelo de rata" y unos ojos diminutos, oscuros y vivos... Todo eso y mucho más provocó que Elsa se llegara a plantear que si la raza humana estuviese al borde de la extinción y ellos dos fueran los únicos especímenes restantes capaces de repoblar el planeta... el mundo, sin margen de error, se acabaría. La timidez del Maestro de La Academia le incapacitaba para sostener la mirada altiva e inquisitiva de la niña. Fue entonces cuando Elsa consciente de todo su poder, por primera vez, y a ritmo de jazz, degustó lo bien que sabía eso de sentirse mujer.

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